Nada en la historia moderna se compara con el ritmo y escala del despliegue de satélites en órbita terrestre baja (LEO) que estamos experimentando. Empresas como SpaceX con Starlink ya han puesto más de 7.000 satélites en funcionamiento y planean multiplicar este número por varios factores en los próximos años.
Otras como Amazon (Project Kuiper), compañías chinas, la europea IRIS² o la canadiense Telesat quieren competir y ampliar aún más esta megaconstelación. El sueño: internet global, acceso sin precedentes y sin los problemas de dejarlo todo en manos de una única empresa. El riesgo: un posible colapso orbital que amenaza el acceso futuro al espacio.
La carrera por saturar LEO: cifras de vértigo y poco consenso
Las cifras hablan solas: Starlink cuenta con permisos para hasta 42.000 satélites en diferentes versiones a lo largo de la década, y ya tiene más de 7.000 activos. Project Kuiper prevé 3.236 satélites. Las nuevas constelaciones chinas anuncian 29.000 naves. Sumadas, podrían colocarse más de 50.000 objetos solo en LEO antes de 2030: una auténtica invasión sobre nuestras cabezas. Pero ni existe una autoridad global de control ni el ritmo de regulación acompaña.
Cada operador desarrolla su estrategia, tecnología y protocolos propios para evitar colisiones. SpaceX presume de maniobras autónomas de evasión, ejecutando miles cada año (más de 144.000 entre diciembre y mayo de 2025), pero otras empresas o países aún no publican cifras ni estándares mínimos. No hay garantía de que sus sistemas sean intercompatibles ni transparentes.
Las probabilidades de sufrir el síndrome de Kessler se multiplican con cada nueva constelación
El verdadero temor es el llamado síndrome de Kessler: una reacción en cadena donde una colisión accidental genera cientos o miles de fragmentos, que a 28.000 km/h pueden destruir otros satélites y multiplicar los residuos, hasta dejar la órbita baja impracticable durante décadas o siglos. A mayor densidad de satélites y basura, más alta la probabilidad de accidente. El resultado sería el colapso de servicios críticos para la vida moderna: telecomunicaciones, navegación GPS, predicción meteorológica o vigilancia ambiental.
Los incidentes no son teóricos; ya ha habido fragmentos de satélites Starlink que sobrevivieron a la reentrada y cayeron en la Tierra por fallos en los procedimientos previstos. La evasión autónoma es eficaz… siempre que haya energía, software actualizado y capacidad de reacción. Pero el fallo de uno solo, en un entorno saturado, puede iniciar una catástrofe de proporciones globales.
El otro problema: la responsabilidad y la falta de reglas
¿Por qué el sistema es tan vulnerable? Porque la responsabilidad recae, en última instancia, sobre los operadores privados, bajo estándares diversos y normativas nacionales descoordinadas. La ONU o el Comité de Desechos Espaciales solo emiten recomendaciones voluntarias, mientras que la mayoría de los países no dispone de mecanismos coercitivos internacionales para imponer obligaciones universales.
Así, la sostenibilidad orbital queda en manos de la buena voluntad o el interés comercial de actores privados. Algunas empresas innovan (sistemas de desorbitado, propulsión avanzada, recubrimientos anti-reflectantes, mejoras de autonomía), pero otras puede que busquen solo lanzar más rápido y más barato. Si nadie obliga, la autoprotección se impone al bien colectivo.
Europa avanza hacia una regulación común que exige a cada nuevo satélite un plan de retirada y límites temporales estrictos, pero solo hay propuestas. En la práctica, la gestión global es algo caótica y fragmentada.
El sueño espacial en juego por falta de estándares
El riesgo ya no es hipotético. Los sistemas de predicción atmosférica y control orbital, por muy sofisticados que sean, no pueden anticipar todos los factores: tormentas solares, fallas de software, mal funcionamiento de propulsores o simples errores humanos pueden sobrepasar con facilidad cualquier protocolo actual.
Ante la falta de coordinación global, si se desencadena la cascada de fragmentos en LEO, el acceso seguro al espacio (incluyendo nuevas misiones científicas, comerciales e incluso la Estación Espacial Internacional) se volvería inviable. Millones de escombros podrían orbitar durante décadas, con velocidades supersónicas capaces de perforar cualquier blindaje conocido.
Estamos ante la paradoja de un desarrollo tecnológico capaz de dar cobertura mundial y revolucionar la conectividad, a costa de multiplicar el riesgo de colapso de la órbita más valiosa y utilizada. Sin una regulación internacional robusta, sistemas obligatorios de coordinación y estándares comunes, la responsabilidad sigue dispersa y priorizando intereses privados sobre el bien común.
La humanidad se juega el futuro de su infraestructura espacial. El primer gran accidente no solo arruinaría negocios de miles de millones: podría dejar huérfanos de servicios a buena parte del planeta y cerrar la puerta al sueño espacial durante generaciones.
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